viernes, 30 de abril de 2010

La función de demanda (I): definición

No hay concepto que resulte más común para un economista, y también para el resto de los mortales, que el de la función de demanda. Los estudiantes de economía, si cabe, estamos más que familiarizados con ella. Se nos enseña a entender su composición, su interacción con la oferta y sus transformaciones a nivel gráfico. No obstante, a pesar de ello, puedo afirmar que la mayoría de mis compañeros se encontraría en un serio aprieto si se le preguntarse por su origen. ¿Cómo obtenemos una función de demanda? ¿Cómo somos capaces de reflejar en ella la disposición a pagar de los consumidores? ¿De dónde procede la particular forma de su gráfica? ¿Cómo derivamos nuestro análisis a partir de ella? En una serie de entradas intentaré abordar la demanda tanto en su concepto como desde la función que la representa, desde una perspectiva didáctica y, para evitar aclaraciones posteriores, de una forma para nada analítica.

Como en tantas ocasiones, lo primero que necesitamos es una definición. Así, definimos la función de demanda como aquélla que recoge la cantidad que se consumiría de un bien ante un precio dado, o a la inversa, la disposición a pagar de los consumidores sobre un bien en concreto (de ahí que hablemos de función directa de demanda o de función inversa de demanda, ya la dispongamos en función del precio o de la cantidad del bien). Obviamente, al igual que hemos definido la demanda individual, podemos definir la demanda total en un mercado como una suma horizontal de las demandas individuales de los consumidores en ese mercado. Cabe señalar, como ya imaginaréis, que en este sentido resulta súmamente importante la correcta determinación del mercado en cada caso (así podemos hablar del mercado de bebidas, pero más concretamente del mercado de refrescos, y a su vez del mercado de refrescos de cola y, por qué no, del mercado de Coca-Cola, o de cada una de sus variantes). En cualquier caso, depende de cuán precisos o concretos queramos ser, aunque la elección de uno u otro mercado puede plantear importantes diferencias en los resultados que obtengamos.

Ahora bien, ¿cómo obtenemos esta información? En la práctica, el procedimiento más habitual consiste en la realización de un estudio del mercado, basado normalmente en la realización de encuestas de valoración contingente (aunque también existen otros procedimientos alternativos o complementarios). En este tipo de encuestas se pretende analizar la disposición a pagar de los individuos, y aunque puede ésta puede abordarse desde distintas ópticas, tomaremos por comodidad el criterio de la "máxima disposición a pagar", que consiste en preguntar al encuestado cuánto estaría dispuesto a pagar como máximo por una unidad (o cantidad estándar en concreto) del bien en cuestión. Podemos entenderlo mejor con un ejemplo. Supongamos que se realiza una encuesta a una muestra aleatoria de 100 consumidores, preguntándoles acerca del precio máximo que estarían dispuestos a pagar por una lata de refresco de cola (entendamos la estándar de 33 cl.). Los datos recogidos se muestran en la siguiente tabla:


Si quisiéramos representar los datos obtenidos en un gráfico relacionando ambas variables, tendríamos dos posibilidades: O bien representar las cantidades en función de los precios [q(p)], o bien, los precios en función de las cantidades [p(q)]. En el primer caso hablaríamos de representar una función de demanda, propiamente dicha, y en el segundo de una función inversa de la demanda. Los estudiantes de economía probablemente se encuentren más familiarizados con la segunda representación (que es la más habitual), pero por comodidad, en esta ocasión nos quedaremos con la primera (sin perjuicio de que en continuaciones de esta entrada tomemos la segunda). En cualquier caso, en ambas se cumple un principio que caracteriza comúnmente a este tipo de función, y es que a medida que aumenta el precio, la cantidad demandada disminuye.


 

Si consideramos la muestra representativa de la población, podemos interpretar que la información recabada de los consumidores encuestados representaría las respuestas que darían una proporción mayor, o el total, de consumidores de la misma población (si 5 consumidores declaran que estarían dispuestos a pagar como máximo 2,50 €, y éstos representan un 5 % de una muestra de 100 personas, podemos suponer que en el total de la población con 1.000 personas, 50 afirmarían lo mismo). Sin embargo, obtener datos discrecionales no nos sirve de demasiado (más que nada porque no podemos jugar con ellos, ni tampoco establecer predicciones sobre los comportamientos del consumidor ante posibles variaciones de unos u otros factores). Para ello, los economsitas realizamos regresiones, que no consisten más que en calcular una función que pase lo más cerca posible de todos nuestros datos (normalmente se sigue el criterio del mínimo error cuadrático, eligiendo el tipo de función que más se aproxime). Elijamos por ejemplo una regresión polinómica de segundo grado, de forma que obtendríamos el siguiente gráfico:
  

Ahora sí, podemos decir que tenemos una función de demanda propiamente dicha. Esta función nos transmite una información relevante. Por ejemplo, podemos calcular fácilmente que a 2 € habría apróximadamente 11 personas dispuestas a pagar como mucho dicho precio (en nuestra encuesta, eran 12 las personas dispuestas, con lo cual el error no es demasiado elevado). Del mismo modo, si suponemos que la población total que compone el mercado es de 1.000 consumidores, podríamos estimar que al mismo precio serían 110 los consumidores que estarían dispuestos a pagarlo como máximo (también podríamos estimar una nueva regresión en base al total de la población manteniendo la proporcionalidad, aunque el resultado es prácticamente el mismo).

Definida la demanda, así como el procedimiento necesario para obtenerla y la forma de representarla, en la siguiente entrada trataré de introducir un nuevo concepto relacionado íntimamente con ella: el excedente del consumidor. Además, relacionado con ésto, intentaré explicar las diferencias esenciales entre la función de demanda y la función inversa de demanda, y por qué según la ocasión nos conviene utilizar más una u otra. Espero en cualquier caso que hasta el momento os haya resultado sencillo, ameno y, sobre todo, ilustrativo.

P.D. ¡1.300 visitas! Quién lo habría dicho. Sé que es poco en términos relativos, pero incluso asumiendo que apróximadamente el 50% de las mismas serán obra mía :p son muchas más de las que hubiera esperado cuando inicié este blog. Agradezco por tanto a todos mis lectores su atención. A fin de cuentas, si sigo escribiendo, se debe principalmente a muestras de ánimo como éstas. Gracias a todos ;)

domingo, 25 de abril de 2010

La ecuación de Kalecki

Si se puede hablar de grandes olvidados en la economía, uno de ellos sin duda es Michal Kalecki (1899-1970). Este economista polaco se especializó en macroeconomía y desarrolló muchos de los principios que después sostendría John Maynard Keynes, pero al estar éstos escritos en polaco no fueron conocidos hasta mucho después. De hecho, la gran mayoría de los actuales postkeynesianos, a pesar de reconocer su deuda con el economista británico, bien podrían clasificarse bajo una posible "escuela kaleckiana".

A pesar de que la obra de Kalecki es muy extensa (además de súmamente interesante, y que por tanto, merecerá ser tratada en próximas entradas), una de sus aportaciones más originales es la conocida como "ecuación de Kalecki", que define los beneficios macroeconómicos a partir de unas ecuaciones muy sencillas. Kalecki parte de la contabilidad nacional, en la que el producto nacional nominal verifica que:

Y = Salarios + Beneficios = Consumo + Inversión

Kalecki supone, al igual que los economistas clásicos y sobre todo Marx, que los trabajadores gastan casi todo su salario. Si suponemos que los trabajadores consumen todo lo que ganan, y lo sustituimos en la anterior ecuación, tenemos que:

Beneficios = Consumo sobre beneficios + Inversión

De modo que en una economía cerrada sin sector público en la que los trabajadores no ahorren, tenemos que los beneficios macroeconómicos de las empresas son exáctamente iguales a la suma de la inversión y al consumo de los capitalistas (sic) sobre sus beneficios.

Ahora bien, ¿cuál es el sentido de la causalidad en esta ecuación? Kalecki se plantea esta misma pregunta y da su propia opinión al respecto: "¿Qué significa esta ecuación? ¿Hay que interpretar que los beneficios durante un periodo dado determinan el consumo y la inversión de los capitalistas, o bien al revés? La respuesta a esta pregunta depende de cuáles de estas magnitudes son objeto de decisión directa por parte de los capitalistas. Es obvio, a la postre, que los capitalistas pueden decidir consumir e invertir durante un periodo dado más que en el periodo precedente, pero no pueden decidir ganar más. Son, por consiguiente, sus decisiones de inversión y de consumo lo que determina los beneficios, y no al revés" (Kalecki, 1966, énfasis añadido). Como diría Nicholas Kaldor tiempo después: "Los capitalistas ganan lo que gastan, los trabajadores gastan lo que ganan".

No obstante, se podría argumentar que, a día de hoy, la organización empresarial basada en la figura del capitalista es algo prácticamente obsoleto. La empresa actual, representada por las grandes corporaciones, dista mucho de parecerse a la empresa tradicional decimonónica dirigida por empresarios-propietarios con nombres y apellidos concretos. ¿Cómo podría interpretarse entonces la "ecuación de Kalecki" en este contexto? En esencia, de la misma forma, si entendemos que el consumo sobre beneficios, en vez de recaer sobre un único o pocos capitalistas, recae sobre una miríada de ellos (los accionistas) en forma de dividendos. Así, y bajo los supuestos anteriores, los beneficios macroeconómicos se definirían como la suma de la inversión y el consumo de los accionistas sobre sus dividendos.

Sin embargo, surge una última diferencia en relación con la anterior, y es que mientras que Kalecki concebía que el capitalista-empresario-propietario así como tomaba sus decisiones sobre consumo también era el encargado de tomar las decisiones oportunas sobre inversión, hoy día los accionistas (o propietarios) de una empresa no son sus dirigentes, y a pesar de encontrarse representados en la empresa a través de un consejo de administración que define las estrategias y objetivos generales, no son ellos quienes toman las decisiones operativas de la empresa. Este fenómeno constituye el denominado "problema de agencia". ¿Seguiría siendo válida la ecuación de Kalecki ante este hecho? ¿Qué pensáis?

P.D. Aprovecho para agradecer a Citoyen un enlace que me ha dedicado en una de sus últimas entradas. Este tipo de gestos no sólo me honran, sino que realmente me dan ánimos para seguir adelante. Así pues, muchas gracias, y una vez más, os recomiendo a todos que le visitéis. De verdad merece la pena.

viernes, 16 de abril de 2010

Los instrumentos jurídicos de la crisis financiera

Os presento el último trabajo que me han requerido mis obligaciones académicas, en este caso para la asignatura de Análisis Económico del Derecho, titulado Los instrumentos jurídicos de la crisis financiera, realizado por un servidor y por mi compañero Carlos Íñigo de Castro. Lo dejo a vuestra libre disposición, adjuntando la presentación en diapositivas que utilizamos, para que lo consultéis, comentéis o critiquéis. Podéis bajaros el trabajo aquí y la presentación aquí. Ahora me gustaría comentarlo algo más detalladamente.

El trabajo busca analizar desde un enfoque económico la implicación que los instrumentos jurídicos creados en los últimos años han tenido en los orígenes de la presente crisis financiera. Además, establecemos que su creación responde a la necesidad de las instituciones financieras de protegerse del denominado riesgo de balance. ¿Qué es? Definimos el riesgo de balance como la necesidad de responder mediante balance de las obligaciones frente a terceros, lo cual requiere un cierto equilibrio entre recursos propios y ajenos, al tiempo que expone a dichas instituciones frente a determinados riesgos intrínsecos (insolvencia del deudor, liquidez e intereses). Frente a esta situación, se desarrolla un fenómeno que denominamos desintermediación financiera: Si el papel tradicional de la actividad financiera era el de ejercer de intermediario entre ahorradores y demandantes de fondos, aparecen ahora instituciones que se caracterizan precisamente por el contacto directo entre los mismos, saltándose el proceso de intermediación (y las garantías que éste ofrece) y por tanto, ofreciendo una mayor rentabilidad a costa de un mayor riesgo. Es la situación de la banca comercial tradicional frente a los bancos de inversión, sin ir más lejos.

No obstante, esta situación no se genera precisamente sin ninguna causa que la motive. Es ahí donde, tras introducir al lector en el contexto histórico a esta crisis, se presentan algunas de las causas que han propiciado el origen de este fenómeno. Concretamente, situamos la política monetaria emprendida por la Fed. (que en 2000 baja los tipos del 6,5 al 3,5 por ciento tras el estallido de la crisis de las dotcom y después en 2003 hasta el 1 por ciento tras el atentado del 11S). La situación de tipos de interés bajos no sólo propició por parte de la demanda un aumento enorme del crédito que se dirigió principalmente a la adquisición de hipotecas, sino que a su vez redujo los márgenes de beneficio operativo de las entidades financieras y las situó en la tesitura de buscar nuevos métodos para bien recuperar dichos márgenes bien aprovechar la coyuntura para incrementarlos. Es así como este proceso de desintermediación se expande y por el que se crean nuevos instrumentos jurídicos y financieros que puedan darle soporte; y su objetivo no es otro que el de blindarse frente a ese riesgo de balance antes comentado (bien sea transfiriéndolo a un tercero bien sea esquivándolo en el momento inmediato).

Por supuesto, como suele ocurrir, a las causas que originan una situación se le unen una serie de factores que le dan cobertura, cuando no impulso. Es aquí donde destacamos tanto la incidencia que ha tenido la aplicación de las nuevas normas contables internacionales y el papel que en ellas ha jugado el criterio de valoración a valor razonable o de mercado (que en su momento pretendió llegar a incluir a todos los activos financieros) como el papel que han ejercido por su parte las agencias de rating, con una crítica especialmente contundente para estas últimas. Mientras que el objeto del análisis tradicional de las agencias de rating eran las propias empresas que emitían obligaciones de deuda (que eran susceptibles de ser analizadas tanto en su estructura como en su posición en el mercado o frente a sus competidores, o de analizar emisiones pasadas de la misma y su desenvoltura en los mercados) ahora estas agencias se dedicaban a valorar instrumentos derivados financieros. Este hecho presenta un doble problema: metodológico (no es lo mismo analizar una empresa, que es algo tangible y se ve respaldada por un balance determinado que un instrumento derivado complejo que además, sólo se ve respaldado indirectamente por determinados activos concretos) e histórico (no se tenía ninguna experiencia histórica en tanto al comportamiento de estos instrumentos, ni en circunstancias normales ni en épocas de crisis). Así, nos encontrábamos frente a situaciones tales como ver un derivado calificado bajo la misma terminología que la deuda soberana de Alemania, cuando nos encontramos ante objetos distintos como ante experiencias distintas.

La desintermediación financiera propició a su vez la aparición de la figura del ahorrador institucional como contrapartida natural a la figura de los bancos de inversión, dado que mediante su configuración se mostraban capaces de aprovecharse de los nuevos rendimientos que presentaba el mercado y además se les suponía una mayor capacidad de protección frente al riesgo precisamente por su carácter especializado en los sectores financieros. Aquí introducimos una importante relación que han mantenido estos ahorradores institucionales con las agencias de rating, que seguiría una secuencia como sigue: Los fondos de inversión tanto para atraer inversores como para protegerse frente al riesgo se comprometían, incluso estatutariamente, a adquirir únicamente activos derivados con calificación AAA, que eran otorgados obviamente por las agencias de rating. El problema se presenta en que, si las agencias de rating decidían cambiar dicha valoración (entendamos por criterios "objetivos") propiciaban el desplome del valor de dichos activos, pues todos los fondos en cuestión se veían obligados a venderlos en masa, tanto para cumplir sus propios reglamentos como para evitar fuga de inversores. Es así como la labor de las agencias de rating, que se debería suponer completamente imparcial y meramente informativa se acaba convirtiendo en una especie de requisito jurídico y además de notable poder, pues de las calificaciones de unos u otros activos dependía en gran medida el movimiento de los mercados financieros.

Por último, en el trabajo analizamos algunas de las instituciones que han ejercido un papel más destacado en el desarrollo de las crisis financieras: las sociedades instrumentales o conduits (dedicadas a adquisiciones específicas con financiación vía una empresa matriz que no respondía por ella), los monoliner (dedicadas a garantizar titulizaciones y asegurarse calificaciones AAA) o los credit default swap o CDS (derivados de crédito creados como protección al riesgo de crédito transfiriéndoselo a un tercero). Tanto las características como la implicación de cada uno de ellos son tratados con algo más de detalle en el propio trabajo.

En conclusión, puede verse en primer lugar y de modo patente dos de las máximas de la economía: que las acciones tienen consecuencias y que los agentes responden a incentivos. Es más que interesante ver cómo ante una crisis con causas concretas surgen unas políticas públicas que siembran a su vez el germen de una nueva crisis, propiciando además la aparición de una serie de figuras e instrumentos jurídicos incentivados por la nueva situación creada que pretenden aprovechar al máximo las circunstancias que ofrece. E incluso cuando no son generados por ella, podemos observar como los existentes adquieren nuevas funciones y exploran nuevas posibilidades con tal de aprovecharse (se desvirtúan, podríamos decir).

Es así como concluímos la necesidad de aunar los enfoques de la Economía y del Derecho en el análisis de las políticas, instituciones y regulación que nos han llevado a esta crisis como en la búsqueda de soluciones, dado que como hemos declarado antes, en ningún caso son dos mundos aislados. La regulación tiene consecuencias económicas, y éstas motivan la aparición de nuevas normativas y regulaciones. En cualquier caso, os animo a la lectura del trabajo, ya que además de ser súmamente interesante al permitir ver la crisis desde un punto de vista jurídico más concreto, todo lo que he comentado aquí se encuentra en él mucho mejor desarrollado, y a que lo comentéis, analicéis o critiquéis, según os plazca. Creedme que nadie más que yo os lo agradecerá.

P.D. Por desgracia, faltan algunos elementos en el trabajo, tales como la portada, el índice, el apéndice y los anexos. No dispongo de ellos porque se hicieron en archivos separados y sólo disponía de éste que os cuelgo. De todos modos, todo el cuerpo del trabajo viene ahí, con lo cual no es mucho lo que se pierde.
P.D.D. Os enlazo una entrada de Roger Senserrich sobre este mismo tema. Aunque comparto en líneas generales el análisis de Roger, creo que en algunos aspectos le falta ser más concreto. En esencia, el trabajo que os he puesto aquí trata el mismo punto de vista, pero poniendo nombres y apellidos a cada uno de los actores. Las medidas a desarrollar, por tanto, deben tenerlos en cuenta a cada uno en particular (como cambiar la regulación en normativa contable, o la de las agencias de rating, etc.). 

La redistribución no garantiza la eficiencia

Con bastante retraso (con lo que pido disculpas) respondo a un comentario crítico que me dedicó Albert Esplugas a propósito de mi última entrada en este blog. La crítica de Albert se centra en dos pilares básicos: 1) Que en mi ejemplo hablo de cantidades monetarias y no de utilidades, por lo que no puedo hablar de eficiencia o bienestar propiamente dichos; y 2) Que la redistribución introduce distorsiones en el comportamiento de los agentes. En conclusión, Albert viene a concluir que la redistribución no puede ser eficiente. Yo respondo que la redistribución no garantiza la eficiencia, pero teóricamente sí podría hacerlo.

En cuanto al primer punto de su crítica, lo primero que quiero destacar es que la entrada plantea un ejemplo que pretende únicamente ser ilustrativo respecto a la teoría que expone. Su fin es divulgativo (y a ser posible, pedagógico). No pretendo sentar cátedra, en ningún caso. No obstante, como no podía ser menos, defiendo mi ejemplo. Es cierto que hablo en todo momento de cantidades monetarias y no de utilidades. A pesar de ello, no podemos negar que en términos generales una mayor renta reporta una mayor utilidad a los agentes económicos, con lo que siguiendo una regla simple de transitividad, bien podemos afirmar que si la renta se incrementa también lo hace la utilidad, aunque no lo expongamos de forma explícita. Le concedo a Albert que puede darse el caso de que una mayor renta disminuya la utilidad de alguno de los agentes (o que, naturalmente, ésta no se incremente en la misma proporción para cada agente según los casos), pero en este sentido me remito a lo que declaré en un principio: se trata sólo de un ejemplo, y como tal, abunda en generalizaciones, pero no considero que le reste validez teniendo en cuenta su fin divulgativo.

Albert comenta también en este apartado: "¿Aumenta la eficiencia en la economía si desposeemos (o ejecutamos) a todos los pobres y damos su dinero a personas más productivas?". En primer lugar, es conveniente no mezclar churras con merinas. Nadie habla de ejecutar, ni en sentido literal ni en figurado, a las personas con menos recursos. Es más, ni siquiera en ningún momento se habla de personas con menos recursos. La postura que expongo en mi ejemplo es la de una redistribución entre personas menos productivas a personas más productivas. No de pobres a ricos, pues esa cualidad hace referencia a la riqueza, no a la productividad. Asimismo, Albert declara: "Una mayor eficiencia se conseguiría si A, después de haber ahorrado para hacerse con un bien de capital, aumentara su productividad, o B descubriera una nueva forma de satisfacer un deseo de C y le ofreciera ese servicio. En estos casos alguien sale beneficiado y nadie sale perjudicado, luego sí puede hablarse de un uso más eficiente de los recursos". Esta afirmación es indiscutible, pero precisamente en ella Albert está definiendo el concepto de eficiencia en sentido de Pareto, y mi entrada, precisamente, trataba de ilustrar las posibilidades de la redistribución para la eficiencia en sentido de Kaldor-Hicks. Y recuerdo que ésta se define cómo aquélla situación en la que los "ganadores" son capaces de compensar a los "perdedores" con sus ganancias y a pesar de ello retener un beneficio, que es lo que precisamente ilustra el ejemplo. No veo disonancia a este respecto en nuestras posturas, salvo por el hecho de que Albert pasa por alto este último criterio de eficiencia. Y en este sentido, en teoría, si la riqueza se distribuye para su inversión de los menos productivos a los más productivos alcanzamos un resultado Pareto-superior. Lo único que muestra el ejemplo es que la redistribución, en teoría y en caso de darse, podría garantizar ese resultado.

¿Por qué digo "podría"? Precisamente, porque lo que pretendo ilustrar es un concepto teórico, no la realidad. Como bien dice Albert, la redistribución introduce distorsiones en las pautas de comportamiento de los agentes económicos, creando incentivos en distintas direcciones. De hecho, al verse beneficiado por la redistribución, A tendría incentivos a no mejorar su productividad. Por otra parte, si el criterio de redistribución se basa en transferir del menos productivo al más productivo, C tendría incentivos a volverse más productivo, o en caso de no ser capaz, a despreocuparse de su productividad, ceder parte de su renta y esperar que A simplemente le compense. Sin quererlo, A se convertiría en una especie de gestor de C, y si se llega a percatar de ello, es bastante probable que acabara por hartarse y terminaría no teniendo ningún incentivo a incrementar o incluso mantener su productividad (total, para que C se embolse una parte importante sin apenas esfuerzo, mejor no quebrarse la cabeza). Asimismo, C puede ser compensado o no, o incluso, lo sea o no efectivamente está el hecho de si se siente efectivamente compensado o no. Y así podríamos continuar. En definitiva, las consecuencias son de difícil predicción, y en cualquier caso, no todas resultan demasiado alentadoras. Además, en todo momento suponemos que el redistribuidor conoce las productividades de cada agente, lo cual es una concesión que en muy raras ocasiones se cumple en la realidad.

Por último, quiero destacar que, como también comentaba Albert, si realmente todas las partes salen ganando, lo más probable es que fueran los propios mecanismos del mercado los que llevarían al surgimiento de un acuerdo entre C y A para que el segundo gestione los fondos del primero a cambio de una comisión. Ésto es algo completamente cierto, y de hecho, es lo que sucede por regla general. No obstante, este planteamiento también presenta sus restricciones. A y C pueden no tener constancia de la situación de cada uno, y aunque pudiese surgir un agente intermediario encargado de ponerlos en contacto, el que éste aparezca o que ejerza su función tampoco es algo garantizado. Del mismo modo, pueden existir fallas de información entre los distintos agentes que no les permitan llegar a un acuerdo aunque éste fuese beneficios para ambas partes o, en última instancia, C puede rechazar por algún motivo (aunque sea una excesiva confianza en sus capacidades) los servicios de A, negando así la posibilidad de eficiencia al conjunto (lo cual supone una externalidad negativa siempre a considerar). Es en tales casos donde la redistribución se plantea como una alternativa, aunque eso sí, sin olvidar todo lo que conlleva y que hemos explicado anteriormente, lo cual, todo sea dicho, ha de tenerse muy en cuenta.