Año 1938. Entreguerras. Las economías occidentales comenzaban a notar el cansancio provocado por una depresión económica que ya duraba una década y que no mostraba ningún indicio claro de recuperación. No obstante, no todos se sentían tan apesadumbrados. En oriente, la Revolución de Octubre acababa de celebrar su 20º aniversario, y los jerarcas soviéticos celebraban con champán importado el que consideraban un éxito demostrado de su política económica: haberse librado de toda aquella catástrofe. O al menos, eso pensaban, o a decir verdad, eso pensaba casi todo el mundo, inclusive los occidentales.
No todos se mostraban tan complacidos, o estupefactos, ante lo que parecía la confirmación de las tan denostadas teorías marxistas. Entre los economistas, aunque nunca se llegó a las manos, el enfrentamiento faccioso era más que evidente. El socialismo, dígamoslo claro, había hecho mella en la profesión. Sin embargo, qué estatus científico le correspondía no estaba tan claro. Ya Pareto había comentado que, en principio, los principios formales de la teoría económica podrían aplicarse a una economía socialista tanto como a una capitalista, una proposición que Barone, otro discípulo de Walras, no tardaría en formalizar, aunque fuese someramente [1]. O el propio Pigou, que a pesar de sus reservas, también admitió que, teóricamente aunque no sin tremendas dificultades, el socialismo podría ser no sólo factible sino en ciertos sentidos hasta superior, especialmente a la hora de integrar las externalidades económicas [2]. La corriente principal, en definitiva, parecía resignada ante la recién instaurada alternativa socialista. De hecho, la primera contestación seria llegó en de la mano de un economista más bien heterodoxo, el austriaco, en todos los sentidos, Ludwig von Mises [3]. De esta forma se iniciaba la controversia sobre el cálculo económico, una de las más largas y profundas en la historia de la economía como ciencia.
En verdad, Mises no era el primer austriaco que se enfrentaba a los postulados socialistas. Contemporáneo de Marx, su maestro, Eugen Böhm-Bawerk, había sido de los primeros en responder directamente las conclusiones avanzadas por el análisis marxista [4]. No obstante, en esta ocasión Mises no se había conformado con mostrar su contrariedad, sino que había lanzado todo un desafío: al carecer de mercados de bienes de capital, las empresas socialistas no pueden optimizar su producción porque carecen de una valoración no arbitraria de los costes que actúe como referencia en el cálculo económico, o en otras palabras, las economías socialistas no pueden funcionar porque no existen precios [5]. O al menos no sin evitar una acumulación sistémica de disfunciones, es decir, no durante mucho tiempo. Ahora bien, no mucho tiempo no signfica instantáneamente, de ahí que los economistas socialistas se viesen compelidos a elaborar algún tipo de justificación. Ésta se materializó por obra de Fred M. Taylor en su "The Guidance of Production in a Socialist State" [6], y si Barone había adelantado que, matemáticamente, los fundamentos paretianos no se enfrentaban a los de una economía socialista, Taylor indicaba que estos últimos tampoco se enfrentaban a los de un equilibrio competitivo. ¿Cómo? Precisamente siguiendo el mismo proceso que se sigue en las economías capitalistas en la determinación del equilibrio competitivo. Éste se alcanza, según el modelo canónico walrasiano, a través de un proceso denominado tanteo o tâtonnement: una especie de subastador central [7] lanza unos precios al azar [8], ante los que responden los agentes económicos demandando u ofreciendo unas cantidades determinadas. El subastador entonces comprueba las cantidades de oferta y demanda, y si no son iguales, entonces vuelve a lanzar otros precios, mayores en caso de que la demanda fuese mayor que la oferta, y menores en caso contrario. Este proceso se repite en todos y para todos los mercados, de forma que el conjunto de la economía se encuentra en equilibrio cuando todos los mercados se vacían. Este es el procedimiento que empresas y consumidores siguen en una economía capitalista a los ojos del modelo competitivo, y según Taylor, es el mismo que se seguiría en una socialista. Se trataría, en esencia, de emular los mercados a través del diseño de un mecanismo de prueba y error que permita contrastar unos precios fijados de antemano para los bienes de capital, o en pocas palabras, replicar el tâtonnement walrasiano. Al igual que en un mercado capitalista, bastaría conque el director de una fábrica socialista, dados unos precios fijados por el planificador central, comprobase sus inventarios al final de cada periodo económico: si hay un excedente, entonces habría de fijarse un precio ligeramente más bajo; en caso de déficit, uno ligeramente más elevado. Este proceso de prueba y error sería seguido por todas las empresas socialistas en todos los sectores hasta que finalmente la cantidad producida fuese exáctamente igual a la demandada. En ese punto, afirma Taylor, una economía socialista habría alcanzado el equilibrio de forma idéntica al alcanzado en una capitalista, aunque eso sí, disfrutando de las ventajas que ofrece la primera frente a la segunda: mayor justicia social, una distribución de la renta más equitativa, mejores condiciones laborales para la clase obrera, etc.
La sencilla pero demoledora respuesta de Taylor había supuesto todo un jarro de agua fría en la cara de Mises, y aunque éste nunca lo admitiría, la comunidad académica no quedó tan impasible. ¿De verdad sería posible que el socialismo fuese factible? Desde luego, no bajo cualquier condición. A fin de cuentas, los resultados de Taylor únicamente eran válidos si se permitía libre concurrencia de consumidores y trabajadores, o en otras palabras, que los primeros pudiesen decidir libremente en qué gastar su dinero y los segundos cómo ganarlo, y ambas condiciones, inclusive la propia existencia de dinero, era algo que a muchos socialistas les parecía inadmisible. En cualquier caso, esta situación obligó a los apologetas capitalistas a recalibrar su posición tanto como su mensaje. Ahora, ante la viabilidad del socialismo como alternativa Friedrich von Hayek declaraba que "debe admitirse que no se trata de una imposibilidad en el sentido de que es lógicamente contradictoria" [9], es decir, que podría funcionar en teoría. Claro, pero en teoría no es lo mismo que en la práctica. Y ese fue el argumento al que precisamente se aferraron Hayek y Lionel Robbins, en ese momento ambos en la London School of Economics. En esencia, su argumento venía a ser que el socialismo era inviable en la práctica ante la imposibilidad del planificador central de reunir toda la información necesaria para efectuar de forma efectiva sus cálculos, de forma que sería incapaz de resolver las "millones de ecuaciones fundadas en millones de datos estadísticos basados a su vez en muchos más millones de cálculos individuales" [10]. Parecía que la viabilidad del socialismo, siendo poco benevolentes, volvía a quedar relegada a los anhelos ingenuos de utópicos jactanciosos.
Como era de esperar, hubo contestación desde las filas socialistas, esta vez de parte del economista polaco Oskar Lange [11], quien profundizó el análisis sentado por Taylor. En concreto, Lange destaca que la principal característica de los mercados competitivos, el engranaje que les permite alcanzar el equilibrio, en otras palabras, es la propiedad que denomina función paramétrica de los precios, es decir, que éstos sean tomados como dados e inalterables, como parámetros, por los agentes económicos. Esta condición, unida a la simulación del proceso de tâtonnement auspiciada por Taylor, serían suficientes para garantizar la consecución del equilibrio en una economía socialista. ¿Qué pasaba, de todos modos, con su viabilidad en la práctica? Para Lange, si la función paramétrica de los precios se cumple estrictamente en el proceso, los cálculos que cada agente en una economía socialista tendría que realizar no serían mayores que los de sus homólogos capitalistas [12]. A fin de cuentas, ¿qué ecuaciones tiene que resolver un empresario en una economía capitalista? Desde luego, no necesita ser licenciado en matemáticas, no digamos un demiurgo, como parecía sugerir Robbins. De todos modos, ésto no implica que la puesta en práctica de esta versión socialista diese resultados remotamente parecidos a los de las economías capitalistas, o eso podría suponerse. Entre otras cosas, en el simulacro de precios propuesto por Taylor y Lange la competencia brilla por su ausencia, cierto, pero Lange responderá que la falta de competencia, lejos de ser una característica exclusiva del socialismo, es si acaso definitoria del moderno capitalismo financiero dirigido por grandes corporaciones de capital anónimo en las que, además, el control se encuentra separado de la gestión. En todo caso, se trata de un problema común que afrontan ambos sistemas. En cualquier caso, Lange admite que no sería necesario que toda la economía fuese socializada, y de hecho, no sería conveniente "abolir la empresa privada y la propiedad privada de los medios de producción en aquellos sectores en los que todavía prevalece la competencia, es decir, en las industrias de pequeña magnitud y la agricultura" [13]. Sin embargo, respecto a la industria que habría de ser socializada, no caben ni gradualismos ni medias tintas, ya que: "Si el gobierno socialista socializa hoy las minas de carbón y declara que la industria textil va a ser socializada al cabo de cinco años, podemos estar seguros de que la industria textil habrá quebrado antes de serlo" [14]. Por si quedaban dudas, Lange remata con: "Cualquier duda, cualquier vacilación, cualquier indecisión, provocaría la inevitable catástrofe económica. El socialismo no es una política económica para timoratos" [15].
Quedaban, no obstante, otros tantos problemas en el tintero. ¿Qué decir de las estrategias de presión política? ¿O de la manipulación desde las instancias ejecutivas, simplemente? ¿No tendría el legislativo interés en alterar la política económica más allá de sus fundamentos técnicos, como sería deseable? ¿Qué decir de los problemas relacionados con la disciplina en la producción o los incentivos en general? Lange resta importancia a todos ellos, y en todo caso, afirma, se trata exáctamente de los mismos problemas que afronta la sociedad capitalista. Una economía socialista podría generarlos en distinta medida pero, según Lange, las ventajas que ofrece el sistema compensan con creces estas posibles adversidades. En todo caso, el principal problema al que habría de hacer frente el socialismo, y de hecho la URSS ya empezaba a notar, era el peligro burocratización de la vida económica [16] Ante esa cuestión, Lange admite con honestidad que no posee ninguna respuesta satisfactoria.
Desde ese momento, la "controversia" se sumió en un estado de paz armada por parte de los dos grupos contendientes, y si bien hubo escaramuzas y ataques desde ambos bandos, las contribuciones en ningún caso alcanzaron el grado de originalidad y contundencia de las ofrecidas por sus primeros autores, entre ellos los reproducidos previamente. ¿Que ocurrió entonces? La historia demostró que muchos de los problemas prácticas tratados por Lange habían sido relativamente minusvalorados. Autores de renombrado prestigio como Samuelson podían comulgar con la apreciación de que las semejanas entre los sistemas capitalistas y socialistas eran tales que a la larga ambos sistemas se confundirían, cierto, pero hasta el momento ni él podría negar que, en ese camino hacia la homogeneidad, el capitalismo parecía soportar mejor los embites del tiempo. El problema de los incentivos, y de sus consecuencias en la capacidad de innovación y las estructuras organizativas de las empresas soviéticas y del resto de países del bloque socialista, sin ir más lejos, resultaba sangrante, en algunos casos hasta la completa paralización [17]. No es que estos problemas, como tal, se ignorasen, sino que su posición dentro de la "controversia", y hasta la propia "controversia" en sí, habían pasado a un segundo plano para la mayoría de economistas. Sin embargo, nada dura eternamente. La respuesta teórica definitiva (y digo teórica, ya que para muchos la caída de la URSS y de las repúblicas populares eran pruebas definitivas en la práctica), aunque sería más preciso denominarla "golpe de gracia", que lograría acabar con la "controversia" en sí, aparecería a finales de los años 80 de la mano de un economista de tendencias muy alejadas a los de los primeros contendientes: Joseph Stiglitz, con su obra Whiter Socialism? Aunque eso, claro está, es otra historia.
[1] Barone, The Ministry of Production in the Collectivist State (1908) [2] Pigou, The Economics of Welfare (1920) [3] Mises, Socialism: An Economic and Sociological Analysis (1922) [4] Böhm-Bawerk, Positive Theory of Capital (1889), Karl Marx and the Close of his System (1896) [5] Mises (1922) [6] Taylor, "The Guidance of Production in a Socialist State", American Economic Review. El artículo se elaboró a partir del discurso de inaguración presidencial de Taylor al frente de la American Economic Association pronunciado en 1928. [7] Añadiría: "Al que llamamos Dios", como remataba Tomás de Aquino sus vías en su Summa Theologica. [8] En términos de Walras, prix criés par hasard. [9] Hayek, "The Present State of the Debate", Collectivist Economic Planning. Sobre el mismo tema, puede consultarse Hayek, "The Use of Knowledge in Society" (1949), American Economic Review. [10] Robbins, The Great Depression (1939) [11] Lange fue profesor en las Universidades de Cracovia y Chicago, embajador polaco ante EEUU y la ONU, Vicepresidente de Polonia y, cómo no, Presidente del Comité de Planificación y Consejo Económico de Polonia. Desde luego, una vida más que interesante. Sus contribuciones se consideran, junto a las del ya mencionado Taylor y a las de otros economistas, como Lerner, fundacionales de una tercera vía económica y en particular del llamado socialismo de mercado. [12] Lange, On the Economic Theory of Socialism (1938) La edición que he leído y he usado para citar páginas es Sobre la teoría económica del socialismo, Ed. Ariel, 1971. [13] ibid. p. 127. En concreto, Lange asume que la coexistencia entre empresas de propiedad privada y pública es admisible siempre que en las primeras se den las siguientes condiciones: 1) Que exista libre competencia entre ellas; 2) Su volumen no debe ser lo suficientemente grande como para causar una cosndierable desigualdad en la distribución de la renta; 3) La producción a pequeña escala no debe ser, a largo plazo, más costosa que la producción a gran escala (p. 128). [14] ibid. p. 130. [15] ibid. p. 131-132. [16] Otra vez, un problema que no resulta ajeno para el capitalismo. Otros autores que también tratan este tema son John Kenneth Galbraith en "The New Industrial State" (1967), o inclusive Robert Dahl en su "A Preface to Economic Democracy" (1985), del que hablé en una entrada anterior, entre otros. [17] A este respecto, cabe mencionar casos paradigmáticos, como las protestas por la escasez de carne o por el elevado precio de la vivienda en Polonia en los años 80, o los déficits crónicos de abastecimiento de productos agrícolas en la URSS en repetidas ocasiones. Desde luego, algo fallaba en las economías socialistas si no eran ni siquiera capaces de abastecer de alimento a la población, a costa de otras privaciones. Como argumentaba Kautsky a propósito de la economía soviética a principios de siglo: "Desgraciadamente, no se nos enseña cuántos kilos de libros tienen que entregarse a cada ciudadano anualmente, ni con qué frecuencia los habitantes de cada casa tienen que ir al cine". Ya sabéis, la diversión es hedonismo y el hedonismo es cosa de burgueses.
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