Después de una espera que para muchos se ha hecho demasiado (injustificablemente) larga, el Gobierno presentó el pasado 12 de mayo un paquete de medidas para acelerar la reducción del déficit (cónstese la palabra "acelerar", como si el déficit intentase descender por sí sólo y hubiese que darle un empujón). Desde luego, da para hablar largo y tendido sobre su acierto, conveniencia o eficacia. Citoyen, Roger Senserrich y Juan Ramón Rallo las han comentado desde distintos puntos de vista. No creo ni mucho menos que pudiera hacerlo mejor. Sin embargo, sí me gustaría comentar un tema que ha vuelto a salir a la palestra con motivo del anuncio de estas medidas. Se trata de el famoso cheque-bebé. Para quienes todavía no lo tuviesen muy claro, esta normativa establecía como principal medida un pago único de 2.500 € por cada hijo nacido o adoptado a su familia (3.500 € en el caso de familias numerosas). La norma en sí no presentaba nada novedoso ni tampoco en disonancia con otras políticas de fomento de la natalidad vigentes en otros países europeos. Sin embargo, como en este país somos dados a la discusión, en su presentación no faltó la polémica. De hecho, esta norma fue acusada de ser regresiva, uno de los mayores crímenes de planificación fiscal concebibles actualmente.
No obstante, no quisiera hablar de fiscalidad en este momento, más bien de intencionalidad política. No cabe duda que detrás de esta norma se encontraba el deseo de incentivar la natalidad (o adopción) a través de una ayuda económica dedicada especialmente a cubrir parte de los gastos destinados a manutención de los recién nacidos. Como economista (bueno, cuasieconomista), realmente esta es la parte que más me interesa de la norma. Buscamos incentivar la natalidad, ¿estamos usando los medios adecuados? Es aquí donde además entra en escena el carácter regresivo de la medida. Y es que aunque pueda estar cometiendo una herejía en términos de equidad, si buscamos efectividad, afirmo que este tipo de medidas no sólo deben ser necesariamente regresivas, sino que deberían serlo mucho más que los términos en los que la nuestra fue planteada.
Primero, hay que tener presente que una norma con efecto regresivo funciona en ambos sentidos. Si hablamos de un impuesto, nos encontraremos que, efectivamente, las rentas más bajas contribuyen con un porcentaje mayor que las rentas más altas (100 € suponen un 10% de una renta de 1.000 €, pero tan sólo un 1% de una renta de 10.000 €). Sin embargo, lógicamente, si hablamos de una transferencia, la misma cuantía supone igualmente una proporción mayor de ingreso para las rentas más bajas que para las más altas. Las consideraciones sobre su justicia redistributiva son de índole político, no económico.
Ahora bien, teniendo ésto presente, cabe hablar de su eficacia. En este sentido, es esencial introducir un concepto que se antoja bastante intuitivo: la utilidad marginal del dinero. Es bien cierto que la gran mayoría de individuos prefieren tener más dinero a menos, pero cabe plantear lo siguiente: ¿Supone la misma satisfacción ganar 50 € más cuando se tiene un sueldo de 800 €, o cuando se tiene uno de 3.000 €? A medida que aumenta la riqueza, la utilidad experimentada por cada unidad de dinero adicional es decreciente. Este fenómeno es bastante importante, ya que supone entender cómo las personas actuarán ante distintos incentivos dado su nivel de riqueza. Es más, es tenido en notable consideración, por ejemplo, a la hora de aplicar sanciones. Una multa de tráfico de 90 € le amarga el día a cualquiera, pero una persona con una riqueza considerable probablemente prefiera saltarse las reglas si le conviene y después abonar la multa correspondiente. A fin de cuentas, le sale rentable, podría decirse.
La misma situación podríamos plantearla en el caso del fomento de la natalidad. 2.500 € supone una ayuda significativa para una familia con bajos recursos, pero apenas supone nada destacable para una pudiente. En ese sentido, es probable que 2.500 € sí supongan la diferencia para la primera entre tener un hijo o no (puede que le ayude a mantenerlo o comprar lo indispensable para su cuidado, algo que no podrían hacerlo en condiciones sin la ayuda). Lo mismo puede decirse en el caso de los 3.500 € por familia numerosa (a fin de cuentas, a medida que se tienen hijos, el "deseo" de tener uno adicional es decreciente, de ahí que el pago sea mayor) ¿Cambiará la decisión de tener o no un hijo para las familias con amplios recursos? No, en absoluto. De ahí que si lo que queremos es incentivar la natalidad en el conjunto de la sociedad, por sorprendente que pueda parecer, deberíamos conceder prestaciones mayores a familias con una renta mayor.
Ahora bien, ¿y si lo que queremos es incrementar efectivamente la natalidad saltándonos esta restricción? Fácil. Concedamos la misma ayuda que venía concediéndose hasta ahora, o un poco más, únicamente a las familias con rentas más bajas. Obtendremos el mismo efecto de una forma más eficiente. Eso sí, este procedimiento tendría otras (muchísimas) implicaciones de tipo socioeconómico que podrían no ser del todo o nada deseables. Ahora bien, ¿quién dijo que ésto fuese sencillo?
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