Una de las principales características de las economías modernas es el peso y papel que el sector público ocupa en ellas. Definir qué es exáctamente el sector público resulta una tarea súmamente compleja, más allá de intuiciones o ideas preconcebidas. En lo que nos concierne, entenderemos el sector público como aquél sector de la economía encargado de la provisión de bienes públicos. La defensa nacional es el ejemplo más recurrido. Otros bienes, tales como la educación o la sanidad, y en general los bienes denominados preferentes, si bien son provistos por el sector público, no son en sí mismos bienes públicos, y por tanto no entran dentro de nuestra consideración.
Aunque la disponibilidad de tales bienes públicos se da por sentada en cualquier economía, su provisión constituye un verdadero problema económico, y teniendo presente que las economías actuales destinan alrededor de un tercio de su renta nacional al sostenimiento del sector público, puede verse claramente que no se trata de una cuestión irrelevante. De ahí la necesidad de entender, primero, qué entendemos por bienes públicos; segundo, qué podemos decir de su producción y distribución; y por último, cómo evaluamos la eficiencia de todo el proceso. Enlazando con lo anteriormente dicho, plantearse que un tercio de la renta nacional se destina a procesos no eficientes supone una pérdida considerable en términos de costes de oportunidad, con lo que una vez más se refuerza su importancia.
No obstante, ¿qué es un bien público? La definición canónica ha sido bien expresada por Elinor Ostrom: "Un bien que está disponible a todos y del cual su uso por una persona no substrae de su uso por otros". En términos técnicos, decimos que un bien público puro es no saturable, no excluyente y no rival. No saturable porque todos pueden consumirlo sin importar su cuantía o número. No excluyente porque no se puede impedir a nadie su consumo. No rival porque su consumo por parte de un individuo no afecta o perjudica su consumo por parte de otros. Obviamente, existen muy pocos bienes públicos que puedan considerarse puros, principalmente debido a que no cumplen la condición de ser no saturables. Pensemos por ejemplo en un parque municipal. El parque cumple las condiciones de un bien público puro en tanto el número de personas que transiten por él no exceda cierto límite, a partir del cual, la aglomeración o saturación provoca que el bien deje de ser público y, por tanto, pueda ser susceptible de someterse a discriminación bajo un sistema de precios. Esta situación, como decimos, es susceptible de darse para la mayoría de bienes públicos en determinadas circunstancias. De ahí que por lo general se asuma como característica de los bienes públicos que únicamente sean no excluyentes y no rivales.
Esta problemática nos lleva a una segunda definición que, aunque quizá menos elegante, resulta más precisa. Decimos así que un bien público es aquél cuyo coste no puede repercutirse sobre sus consumidores. Éste sólo puede sufragarse de forma indirecta y aún así resulta imposible determinar cuál sería la contribución de cada individuo, dada la dificultad de distinguir la frecuencia y proporción de cada individuo en cada caso. Una de las razones que explican la imposibilidad de repercusión sobre los consumidores es el problema del free-rider, ésto es, dado que un bien público es no excluyente, un consumidor racional tenderá a evadir al pago de dicho bien, del que por otra parte no puede excluírsele. Este y otros problemas son los que hacen que la solución más efectiva sea obligar a todos los consumidores a su sostenimiento, y por tanto, de ahí que su provisión se encargue a la única institución que posee la potestad de ejercer la coacción, es decir, el Estado. Su función no sólamente consiste en proveer y sostener los bienes públicos existentes, sino también recaudar y gestionar las contribuciones que se sutraen a los consumidores para su financiación a través de los impuestos [1].
A pesar de todo, queda pendiente la cuestión sobre la eficiencia de esta provisión de bienes públicos. Samuelson (1954) y Musgrave (1939), economistas ambos que analizaron en profusión la función del sector público, terminaron ante la disyuntiva inexorable de un trade-off entre eficiencia y equidad. La existencia de un mecanismo de precios que organizarse un mercado para los bienes públicos resulta imposible, y en tales condiciones, tan sólo individuos u organizaciones con elevados niveles de renta pueden permitirse la provisión de bienes públicos, tales como protección y defensa, de forma que, a pesar de los costes derivados de la apropiación por parte de terceros o de la no remuneración de las externalidades positivas generadas, aún obtuviesen una utilidad positiva por el consumo de dichos bienes. La única provisión posible a gran escala únicamente puede así descansar sobre el Estado, al margen de cualquier sistema de precios, y soportando la inefiencia que dicho proceso conlleva para la economía. En todo caso, la labor del sector público sería adaptativa, es decir, el sector público trataría de "adaptarase" en la medida de lo posible a las preferencias de los consumidores principalmente a través de un método de ensayo y error y confirmación a través del sistema electoral, con todas las deficiencias que pueden achacarse a este procedimiento. Además, podríamos considerar un "tamaño óptimo" del sector público, en el que la garantía de una provisión óptima de bienes públicos se conjugue con la menor ineficiencia posible para la economía. El problema de la eficiencia en la provisión de bienes públicos se reducía pues a una ineficiencia lastrante pero necesaria e inherente al desarrollo de toda economía.
Cabe aclarar que, con respecto a la provisión de bienes públicos, diríamos que la provisión es eficiente si tanto dicha provisión como la distribución que de ella se efectúa coincide con las preferencias de cada uno de los consumidores, o en su defecto, con el agregado vertical de las mismas. No obstante, se hace patente que al Estado le resulta imposible realizar esta labor, ya que la única manera de poder obtener una información medianamente fiable a tal respecto sería forzar a los consumidores a que declarasen tales preferencias, pero incluso así, un consumidor racional tendería a declarar unas preferencias menores a las que realmente posee, a fin de pagar menos por el bien público en cuestión y aún así seguir beneficiándose del mismo. El problema del free-rider vuelve a aparecer. En tales circunstancias, y como decíamos, tan sólo los consumidores particulares, que conocen perfectamente sus preferencias, serían capaces de efectuar para sí mismos una provisión de bienes públicos que resultase eficiente, pero sería necesaria una elevada renta para soportar los costes de no exclusión, tal y como reza el razonamiento que se ha expuesto más arriba.
El problema, como decíamos desde un principio, se muestra francamente complicado, y hasta el momento, la única solución posible parece ser la resignación ante una ineficiencia que, aunque no deseada, es imposible de evitar en la provisión de bienes públicos. No obstante, ¿es ésta la única posibilidad? ¿No hay ninguna solución? La respuesta, en la próxima entrada.
[1] Sé que algún economista austriaco-rothbardiano podría decirme que bienes considerados tradicionalmente como públicos tales como la justicia, la protección policial o la defensa, se consideren o no externalidades, pueden ser provistos por entidades privadas. No obstante, mi respuesta será la misma en todos los casos: que lo demuestren. La pretensión de coherencia lógica es algo loable, pero en este caso concreto, su argumento no sólo contiene importantes fallas teóricas, sino que carece de toda evidencia empírica pasada o presente. Hasta que se muestre lo contrario, por tanto, lo más sensato a la vez que coherente es adscribirse al consenso, aún así respaldado por la teoría, de que bienes como la defensa o la justicia han de ser considerados públicos y provistos por el Estado.
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